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3 mayo, 2025

El Eternauta, el hombre que navega a través del tiempo, está de regreso para recordar que nadie se salva solo

Miguel Passarini

“Siempre me fascinó la idea del Robinson Crusoe. Me lo regalaron siendo muy chico, debo haberlo leído más de veinte veces. El Eternauta, inicialmente, fue mi versión del Robinson. La soledad del hombre, rodeado, preso, no ya por el mar sino por la muerte. Tampoco el hombre solo de Robinson, sino el hombre con familia, con amigos”.

Así abre el prólogo escrito por el propio Héctor Germán Oesterheld para la publicación original de El Eternauta, la del 57, que comparte con el dibujante Francisco Solano López, un clásico argentino cuya impronta real y simbólica marcó el imaginario de generaciones y que es el plafón de despegue de la majestuosa y hasta en apariencia imposible adaptación de ese clásico en una serie de Netflix de reciente estreno, que lleva la firma de Bruno Stagnaro (Okupas, Pizza, birra, faso).

Lo que cuenta la historia es más o menos conocido más allá de algunos giros que propone la notable adaptación del mismo director que comenzó a escribir en 2020 junto con el actor Ariel Staltari, también uno de los protagonistas, junto a un elenco que completan, en roles clave, Carla Peterson (Elena, la mujer de Salvo) y César Troncoso (su amigo entrañable, Alfredo Favalli) juntos, entre más, a Marcelo Subiotto y Andrea Pietra.

Lo que se sostiene es la idea de una invasión alienígena en la Tierra, haciendo foco en Buenos Aires, a través de una profusa tormenta de un nieve tóxica y letal, en pleno diciembre porque es víspera de Navidad, que arrasa con la vida de la mayoría de las personas, convirtiendo a la ciudad y a sus entornos en un gran cementerio a cielo abierto, donde, como contracara, surge una resistencia a partir de un grupo de sobrevivientes que parten del poderoso concepto que indica que “nadie se salva solo”.

Puesta a funcionar en tono distópico en un presente donde la idea de distopía se volvió algo tristemente cotidiano en la Argentina, atenta a una serie de metáforas que encierra esa invasión de algo desconocido que, sin embargo, está más cerca de lo que se cree, este héroe nacional es, al mismo tiempo, lo que resuena en gran parte de la memoria colectiva porque este Juan Salvo, junto con sus acólitos, dialoga con otros héroes nacionales.

Y lo hace para remarcar que la serie no sólo tiene que ver con lo histórico y con el lenguaje de la ciencia ficción, sino que tiene como intención abrir el relato a conceptualizaciones más basales y existenciales respecto de cuál es el lugar del hombre en la tierra en este tiempo, cuál es su destino, cómo la modernidad líquida asociada a la tecnología padece de una profunda fragilidad y cómo esa especie de control orwelliano de algoritmos varios, de un momento para otro, podría apoderarse de todo.

Con la clara convicción de contar todo eso, el director, de la mano de un equipo de grandes talentos en todas las áreas, toma las decisiones correctas para que la serie no quede sumida u opacada por el despliegue de una enorme puesta en escena y mucho menos en medio de la grieta, sino que se corra de ahí para poner de manifiesto la mirada humanista del autor, un hombre que no renegó de su lugar en la política y su militancia en Montoneros, un hecho que le costó la vida, pero que, por encima de todo, tenía una visión de futuro que encuentra su mayor aliado y alter ego en esta versión sensible y poderosa de Juan Salvo.

Nada de lo que aparece en esta adaptación está ligado a lo azaroso o resulta antojadizo. Por el contrario, cada detalle aporta textura, profundidad y guiños a un relato que se sostiene a partir de grandes actuaciones, una dirección de arte fuera de lo común, efectos especiales que si bien para muchos tienen “la lógica de Hollywood” son en gran medida la respuesta del conocimiento y el ingenio surgido de la cantera de realizadores que ha sido este país a lo largo de los años, con el apoyo del ahora en retirada (como el Estado mismo) Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (Incaa), que le dio a las generaciones post dictadura, a la que no casualmente pertenece Bruno Stagnaro, la posibilidad de filmar y aprender, teniendo al alcance de la mano la saludable oportunidad de equivocarse.

Pero hay mucho más. Esos recursos narrativos propios de una especie de costumbrismo imposible dentro del relato de ciencia ficción desmesurado al que recurre el autor en el original, se sustentan en la serie al mismo tiempo que se engrandecen en una partida de truco, donde hasta la banda sonora se arma y se desarma entre clásicos de Manal, las inconmensurable Mercedes Sosa o Soda Stereo, y una revalorización del conocimiento analógico, donde el “auto fantástico” puede ser una vieja chata Ford y hasta un mítico Torino, en este relato épico contemporáneo donde lo viejo es lo único que funciona, dejando como mensaje que quizás la salvación esté en eso supuestamente perdido, como la amistad verdadera y desinteresada, la empatía, la solidaridad e incluso el apego.

Allí, la figura de Juan Salvo, con Ricardo Darín en el mejor trabajo de toda su carrera, decididamente corrido de cualquier posible lugar de “comodidad” a la hora de actuar, muestra las heridas de un sobreviviente, con sus conflictos internos y externos, con una prehistoria de fuegos y muertes ya vivida en la Guerra de Malvinas, en uno de los mayores aciertos a la hora de pensar en actualizar la historia, cuyo disparador inicial fue la mal llamada y sangrienta Revolución Libertadora del 55 aunque la idea de los totalitarismos y las dictaduras de otra índole también laten y latieron siempre dentro de El Eternauta, ese viajero del tiempo y de distintas capas temporales que aparecen reveladas en este poderoso y conmovedor relato que no sólo va camino a convertirse en un clásico sino que tiene todo para alcanzar a un público masivo y por fuera de la Argentina.

Aunque ya se sabe que se viene otra temporada, en principio, con otros seis capítulos que abrirán el juego rumbo a una serie de acontecimientos conocidos del relato original y de su desenlace, que aún no aparecieron, esta primera entrega tiene, entre más, el gran acierto del contexto en el que se estrena, y no es algo sólo inherente a la Argentina sino al cambio de época que se da a nivel planetario.

Las ultraderechas y los totalitarismos están de regreso en el mundo con la deliberada complicidad del poder económico y mediático. Sin embargo, hay en esta serie una idea de epopeya que late a la par de esas formas de “argentinidad al palo”, esa idea de mundial ganado donde la grieta se borra, al menos por un rato, por un tiempo, que no tienen otra explicación más allá de la conmoción que generan porque es algo que se palpita como un abrazo en el momento justo, o el mate infaltable a la hora de la charla.

De hecho, la serie es la muestra palmaria de que no hay bajada de línea más poderosa que aquella que no se explica sino que se siente, que irrumpe, que coloca al espectador del lado correcto de la historia y le da las coordenadas para que pueda confirmar que eso es así.

En ese mismo prólogo que se alude al comienzo, Héctor Germán Oesterheld, secuestrado y desaparecido por la última dictadura cívico-militar en Argentina el 27 de abril de 1977, como también sus cuatro hijas, escribió: “El héroe verdadero de El Eternauta es un héroe colectivo, un grupo humano. Refleja así, aunque sin intención previa, mi sentir íntimo: el único héroe válido es el héroe «en grupo», nunca el héroe individual, el héroe solo”.

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