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14 marzo, 2025

Mundos íntimos. Congelé mis óvulos por si en el futuro quiero ser madre. Salió bien, pero la preparación hormonal me extenuó.

A los 35 años, la maternidad dejó de ser una posibilidad abstracta para convertirse en una decisión urgente. La separación a los 30, después de siete años de relación, había reconfigurado todos mis planes. Durante años me debatí entre mis ideales feministas y el deseo latente de ser madre, haciendo interminables listas de pros y contras, preguntándome si estaba siendo esclava del patriarcado o si simplemente estaba escuchando mi deseo más profundo.


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En noviembre finalmente tomé la decisión de congelar mis óvulos. “Es un reaseguro”, me decían, como si fuera una simple gestión administrativa. Pero nadie hablaba realmente de lo que significa poner el cuerpo, someterse a un bombardeo hormonal, gastar mucha plata en un procedimiento sin garantías y que ni siquiera la obra social considera necesario cubrir ni paliar.

“¿Por qué todas queremos ser mamás?”, me preguntaba haciendo referencia a mis dos grandes grupos de amigas, mientras programaba los siete estudios previos entre reuniones de trabajo. “¿Por qué nos duele tanto renunciar a eso? Las preguntas me asaltaban mientras coordinaba análisis que debían hacerse en horarios específicos, sin ejercicio previo y sin relaciones la noche anterior.


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La pregunta que más me interpela es si este deseo es mío o es impuesto. Y si es impuesto -por mi familia, mi educación católica, mi entorno- ¿no es igualmente propio? ¿Haberme dejado atravesar por mandatos inconscientes estaría mal? Después de todo, esos mandatos también me construyeron.

Me pregunto todos los días si me banco una vida sin hijos. Creo que sí, pero no sé. Y no quiero tener que tomar la decisión ahora.

***

En la primera consulta, la médica me pasa diapositivas en un monitor, corrido un poco para mi lado para que yo alcance a ver. Me muestra gráficos, basados en estudios realizados en Estados Unidos en el 2012, que muestran porcentajes de éxito según la edad, curvas de probabilidades, números que intentan predecir mi futuro.

Años atrás. Victoria Borelli a los 26 años. ¿Por qué no fui madre en mis veintes, cuando era muy fértil?, se pregunta ahora de tanto en tanto.

Todo en esa primera consulta me olía a que si tiene que ser, va a ser, y si no, no. Hay algo que rige más allá de mi edad y de la doctora, más allá de su profesionalismo y mi decisión de gastar un montón de plata. La vida se impone, uno no decide nada en realidad. La consulta olía inexplicablemente a Dios.

Me está costando mucho esta decisión y ni siquiera es la de tener efectivamente a los hijos, sino solo la de congelar. A veces cuando se termina el tiempo, aflora el verdadero deseo, como cuando tirás una moneda al aire y en ese instante de suspenso se te revela desde alguna parte de las entrañas de qué lado querés que caiga.

“¿Y si tengo hijos y me arrepiento?”, me pregunto mientras vuelvo a casa en el 12 por Avenida Santa Fe.

***

A diferencia de las primeras consultas, ahora ya no tengo perspectiva.

Tengo los ojos tan hinchados que estoy china. Siento que me explotan los párpados de tanta retención de líquidos. Me había dicho la médica que puedo subir hasta 3 kilos durante el proceso de hormonación; yo siento que ya subí por lo menos 5, pero no pienso ir a la balanza a chequearlo.

Más que congelamiento de óvulos, ese nombre marketinero y alentador, debería llamarse proceso de estimulación ovárica con altas dosis de hormonas durante 10 días para intentar alcanzar una calidad de material reproductivo que califique para la aspiración y posterior congelamiento sin garantías. Porque me avisaron en la primera consulta que hasta que no se analice la calidad de los óvulos extraídos en el laboratorio, no saben si vale la pena congelarlos.

Tengo la panza inflamada, parece que llevo tres meses de embarazo, salvo porque tengo mini moretones y marcas de sangre alrededor del pupo de los pinchazos. Perdí la cuenta de la cantidad de inyecciones que me apliqué estos días. Miro el calendario en el teléfono compulsivamente. Estoy en el día 9. No es nada, me digo. 9 días en la vida no son nada. Tengo que aguantar. Un poquito más. Como me vengo diciendo desde que decidí empezar el tratamiento de criopreservación de óvulos.

Oriana, la enfermera que me ayuda con las aplicaciones en el centro de fertilidad, me dice que va a salir todo bien, mientras me prepara la piel de alrededor del pupo con un algodón embebido en alcohol.

Estoy cansada, nada más, le digo. No desayuné y las hormonas me tienen muy bajón. Le digo que perdón, que no sé por qué estoy llorando tanto, que está todo bien, que hoy me definen la fecha de la intervención y termina todo esto. Ella me dice “largalo, largalo todo, que adentro no sirve para nada”, con una calidez que nunca sentí en la médica. Me dejó llorar y después me aplicó la inyección en la panza con la delicadeza de un ángel. Ni me di cuenta del pinchazo.

Los primeros días del proceso no fueron tan duros, pero ahora tengo demasiadas inyecciones acumuladas. Le dije a la médica: “Estoy muy hinchada” mientras metía panza para cerrarme el pantalón. “Eso es bueno”, me dijo en el mismo tono monocromo de siempre, “significa que la medicación está haciendo efecto”.

Mientras algunos folículos crecían muy poco, otros demasiado. La médica me explicó que necesitábamos frenarlos para que no se “pasaran de maduros” mientras esperábamos que los más chiquitos reaccionaran. Así que me agregó una inyección antagónica. Como si no fuera suficiente con el cóctel de hormonas, ahora también tenía que aplicarme algo para frenar el crecimiento. En ese momento sentí que ya no tenía autoridad sobre mi cuerpo, estaba en manos de la médica, tenía que acatar sus indicaciones me gustara o no. Mi cuerpo se había convertido en su campo de batalla, o para ser menos dramática, en su territorio personal de trabajo, y yo estaba a un costado, mirando. Esa sensación de desplazamiento es lo que no soporto de las consultas médicas.

Hoy es el día 9, el día del tercer y último monitoreo. Al terminar la consulta, la doctora me dice que estoy lista para la aspiración. La palabra “aspiración” me genera vértigo en la panza cuando la escribo.

Mis ovarios no van a producir más de lo que ya produjeron.

-Ya respondieron lo más que podían a las hormonas que te dimos. No van a dar más.

La doctora dice : “Tenemos que pasar a la fase final” y me entrega un papelito con la última medicación que me tengo que inyectar y las indicaciones para la aspiración que ya no me asombran ni estresan. Ahora los horarios, ayunos, reposos, hidratación me parecen manejables. No como la primera vez que salí abrumada por tantas indicaciones y tenía miedo de olvidarme de algo. Después de diez días, ya me resulta natural pincharme sola la panza a las 12 de la noche con una aguja en casa. Soy inmune a sus explicaciones y ella lo nota porque me dice: “Estás canchera ya, ¿o no?”.

No le contesto, le hago un gesto ambiguo con la cara y solo le pido repasar a qué hora me tengo que aplicar la última medicación, el último pinchazo justo 12 horas antes de la intervención y sin falta.

No puedo decir si me gusta la médica, apenas le veo la cara. Veo un ambo, un barbijo del mismo color celeste, unas crocs blancas con un pin de frutilla y unos anteojos con marco de resina transparente, parecidos a los míos. Tiene la piel blanca y fina y el pelo medio rubión. Si la cruzo en un shopping no la reconozco. No logro establecer un vínculo afectivo con ella, a pesar de que esto me moviliza mucho. Ella se mantiene distante, a pesar de todo lo que invertí y de estar poniendo el cuerpo, tiene sus emociones enfrascadas y no se altera por mi ansiedad. Paso a paso, me repite. No responde a mis preguntas: ¿vengo bien? ¿Son muchos folículos? ¿Son pocos? ¿Estoy en el promedio? Ella solo dice que vamos viendo, paso a paso.

***

En la sala de espera, me invade la sensación de estar haciendo todo mal. De estar siempre a contramano. ¿Por qué no fui madre en mis veintes, cuando era muy fértil? ¿Por qué nunca me conformé con lo posible? Me hice la moderna, la feminista libre, y ahora estoy acá, presa del centro de fertilidad, con pánico de que se me haya terminado el tiempo. ¿Por qué no agarré lo que había? ¿Por qué siempre me hice tantas preguntas? ¿Por qué siempre dudo tanto? Tal vez porque siempre supe que la maternidad no es algo que se pueda resolver desde la razón, por más listas de pros y contras que haga.

Una enfermera me avisa que es mi turno. Entro al quirófano en camilla, desnuda, solo una bata blanca y liviana sobre la piel, y con las piernas abiertas como si fuera a parir. El quirófano está helado. El médico es amoroso, me da la mano y me dice: “Cambiá la cara que está todo re bien. ¿Qué música te gusta?”. En la sala suenan canciones pop por encima del ruido de las máquinas.

Estoy aterrada, no le puedo contestar y me pongo a llorar. Me da un apretón de mano y me estira el brazo lentamente para entregárselo a la anestesióloga. Ella intenta buscarme una vena, pero no lo logra y me pongo más nerviosa. Por las 12 horas de ayuno y el frío del lugar tengo las venas más finitas que nunca.

“¿Te dicen Vicky?”, me pregunta el médico. Le digo que sí con la cabeza. Llega mi médica, que supervisa pero no hace la intervención. La reconozco por los anteojos y las crocs con el pin rosa de frutilla. Me ve llorando, me da la mano y me sonríe en silencio.

La anestesióloga finalmente encuentra la vena. Siento que me atraviesa el antebrazo con la aguja.

***

Me despierto sola en un cuartito, pegada a un biombo de tela, con las piernas dobladas para un costado de un modo que no me es natural pero no me atrevo a moverme. Me doy cuenta de que ya pasó. Una enfermera se asoma por la cortina porque me escucha sollozar, me dice que el doctor ya viene a verme.

Al rato llega Nicolás, me agarra un pie por encima de la sábana y me dice: “Está todo bien, pudimos sacar un montón de óvulos”. Le sonrío recostada, le muestro una sonrisa sincera en medio del llanto que no puedo frenar.

Las enfermeras me dejaron la cartera a mano, en una mesa junto a la camilla. Busco el celular y le mando un WhatsApp a mamá que está sola en la sala de espera de la planta baja:

Ya salí , está todo ok . Y una carita amarilla sonriendo

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