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19 julio, 2025

Mundo corporativo: la política está entre nosotros (aunque digamos que no)

La política en las organizaciones es como el colesterol: está siempre ahí, aunque uno prefiera no hacerse análisis. Mejor no hablar de ciertas cosas, decimos. Y entonces, en vez de decir “poder” decimos “liderazgo”. En vez de “manipulación”, decimos “influencia”. En vez de “te hice una cama”, decimos “se reorganizó el equipo”. En vez de “echar” decimos “te dejé ir”. Pura poesía corporativa.

Pero no se equivoquen: la política es la sangre que corre por las venas de toda organización. Lo que pasa es que a veces preferimos hacernos los veganos. Nuestro libro Mejor no hablar de ciertas cosas (Granica, 2025) no es sobre moral ni ética. Para eso están las reuniones de Recursos Humanos con muffins de avena. Acá hablamos de realismo salvaje. De eso que efectivamente pasa en las empresas. De lo que mueve o detiene proyectos. De lo que te promueve o te entierra. En resumen: de lo que nadie quiere admitir, pero todos usan.

Empecemos con el poder. Porque todo empieza ahí. El poder no es malo. Es como el fuego: sirve para cocinar o para incendiar la casa. El experimento de Stanford, conducido por el psicólogo Philip Zimbardo en 1971, lo demostró brutalmente. Zimbardo convirtió un sótano universitario en una cárcel ficticia. Seleccionó a estudiantes voluntarios y, al azar, los convirtió en “guardias” o “prisioneros”. En menos de una semana, los guardias –sin entrenamiento, sin instrucciones precisas, solo con uniforme y anteojos espejados– empezaron a maltratar psicológicamente a los prisioneros. Los humillaban, los hacían dormir en el suelo, les quitaban la comida. La violencia escaló hasta que Zimbardo, atónito, debió interrumpir el experimento. Nadie había dicho: “sean sádicos”. Simplemente, les dieron poder.

¿Les suena conocido? ¿Nunca vieron cómo el nuevo jefe del equipo se transforma en pequeño dictador apenas le entregan la tarjeta magnética que abre la sala de reuniones VIP? ¿Observaron cómo alguien que era compañero de café empieza a tratarte de “vos” cuando antes te decía “che”? El poder transforma, o revela. Y en la empresa, el poder no siempre se gana por mérito. A veces se hereda, a veces se alquila y a veces se compra con favores, silencios o lealtades a medida.

El poder transforma, o revela. Y en la empresa, el poder no siempre se gana por méritosukanya sitthikongsak� – Moment RF�

Y ahí entra la influencia. Palabra amable, casi simpática. Pero ojo: hay una delgada línea entre influir y manipular. Edward Bernays, sobrino de Freud, considerado el padre de las relaciones públicas modernas, lo sabía bien. En los años veinte, trabajó para las tabacaleras y diseñó una campaña brillante: convenció a las mujeres de que fumar era un acto de liberación. Organizó un desfile donde un grupo de sufragistas encendía cigarrillos en plena Quinta Avenida, presentándolos como “antorchas de libertad”. ¿Qué hizo? Inyectó significado político y emocional a un producto. Vendió tabaco envuelto en ideología. Hoy podríamos decir que hizo “storytelling con propósito”.

En las empresas, la manipulación también viene maquillada. No con cigarrillos, sino con objetivos nobles. “Vos podrías liderar este proyecto, tenés un perfil ideal”, te dicen, mientras te cargan con la bomba que nadie quiere desactivar. O te dicen “contamos con vos para sostener el clima del equipo” cuando en realidad quieren que medies entre dos gerentes que no se hablan desde el Día del Amigo de 2019. Influencia, le dicen. Vos terminás con úlcera.

El problema es que todo esto se esconde bajo el barniz de la cultura organizacional. Esa neblina amable que todo lo envuelve: valores, misión, propósito, el “somos familia”, el “ponete la camiseta”. Pero en nombre de la cultura se alinean, se alienan y se disciplinan cuerpos y almas. La cultura, como explicamos en el libro, puede ser una brújula o una camisa de fuerza. Puede inspirar o someter. Puede ayudarte a crecer o exigirte que sonrías mientras te recortan el presupuesto.

Y no olvidemos el networking. Porque si no estás conectado, estás afuera. Hay gente que trabaja el doble para destacar. Y hay otra que, con una cena y dos cafés, llega directo al radar del CEO. No es injusticia, es política. Construir una red no es pérdida de tiempo, es la forma moderna de la autopreservación. Eso sí: si lo hacés mal, podés parecer un adulador profesional. Si lo hacés muy bien, te acusan de trepador. En resumen: si hacés política, te critican. Si no la hacés, desaparecés.

La política no solo vive en las acciones, también habita en los silencios. En los mails y WhatsApp sin responder llamado “ghosting” –mucho más cool– que te deja toda la noche sin dormir pensando qué diablos hiciste. En los “vemos tu propuesta la semana que viene”. En los “estás en el radar”. En los “vamos a esperar a que se acomoden algunas cosas”. Traducción: no. Pero sin decir no, porque lo cortés no quita lo funcional.

Y cuando todos deciden mirar para otro lado, aparece otro clásico del bestiario organizacional: el groupthink. Ese pensamiento grupal en el que nadie contradice a nadie, porque la armonía se antepone al sentido común. El grupo se convierte en secta, el PowerPoint en dogma, y cualquier disidente en paria. Así se toman decisiones desastrosas, todos sonríen, y cuando explota todo, nadie fue.

Entonces, ¿qué hacemos con todo esto? ¿Nos resignamos? ¿Nos volvemos cínicos? ¿Nos tatuamos a Maquiavelo en el brazo? No. Lo que proponemos –en el libro y en esta nota es hablar de esas cosas, sin eufemismos ni corrección política. Entender la política para no ser víctimas, ni verdugos, ni idiotas útiles. Porque el problema no es que haya política. El problema es negarla. Reprimirla. Disfrazarla de otra cosa.

La política es parte sustancial de cualquier organización. Y como todo lo humano, puede ser usada para construir o destruir (o ser destruido). El poder puede iluminar o incendiar. La influencia puede orientar o manipular. El conflicto puede ser creativo o destructivo. Todo depende de cuán conscientes seamos del juego en el que estamos metidos.

Por eso, lo que decimos –con un poco de ironía y mucho realismo– es que sí, hay que hablar de ciertas cosas. Porque no hablarlas no las hace desaparecer. Solo nos deja más solos y más expuestos. Y si uno va a jugar el juego, más vale saber las reglas. Aunque estén escritas con tinta invisible.

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